LEYENDAS

Conocer leyendas e historias de antaño de pueblos, sean verdad o mentira, pueden servir de referencia para aprender de los aires históricos de un lugar. La historia de las siguientes leyendas pueden ser un ejemplo de este tipo de relatos.

EL TORO DE ORO

Cuenta la historia que en los años en que las tierras de Griegos eran habitadas por celtas del norte e íberos del sur, que compusieron en el mapa los pueblos celtíberos, existía un rito de persecución de un toro. Estas poblaciones crearon la ciudad en el alto de La Muela de San Juan, que fue destruida cuando los romanos aparecieron en escena.

El rito consistía en la caza de un toro. Se celebraba una comida en comunidad acompañada por las bebidas de la época. En realidad, tiene gran parecido con las fiestas actuales. Llegó un momento en que las gentes de esa época decidieron crear una representación de un toro de oro como muestra de la festividad y prueba de respeto a Dios. Ese ídolo se tiró en una sima como ofrenda pero sólo el sacerdote, casualmente, conocía su ubicación; el secreto se perdió al igual que otros muchos que han sufrido el paso del tiempo. Cuando se encuentre el toro dorado se comprobará la historia; si nunca se halla, puede haber dos explicaciones: que la historia no hay sido trasladada hasta nuestros días con toda la veracidad necesaria o que el religioso celta ese año tuvo un buen periodo.

LA ESTRELLA MUSULMANA

En tiempos de los moros, la familia de una joven musulmana era perseguida por las tropas cristianas, capitaneadas por el mismísimo Cid Campeador. Para librarla de todo peligro, el padre de la joven habló con un nigromante y, junto a una fuente en la Serranía de Albarracín, la doncella fue convertida en estrella. Desde entonces todos los días, al amanecer, se asoma a contemplar desde el cielo los antiguos reinos de su padre. Pero cada cien años toma de nuevo la forma de hermosa doncella que tuvo, y se sienta junto a la fuente donde fue encantada. Allí peina sus cabellos con un peine de oro, a la espera de que alguien deshaga el hechizo.

Un pastor acertó a verla, y la joven se dirigió a él preguntándole con dulce voz a quién prefería, si a ella o a su peine de oro. Tentado por la codicia, el pastor escogió el peine. Ella se lo arrojó y desapareció para seguir encantada hasta el final de los tiempos. Cuando llegó a su casa el pastor fue a sacar el peine de su zurrón, pero éste se había convertido en una tea de madera de pino.

Así, el pastor quedó burlado, sin saber que de haber preferido a la doncella el encanto se hubiese roto y la princesa hubiera vuelto a su carnal presencia y juventud. Por eso, la joven hechizada continúa brillando entre las estrellas, y asomando con su tenue luz aurora tras aurora. («Historias de Aragón 202»)

Fuente: https://lawebdegriegos.webcindario.com/

LA CUEVA DEL TIO EMPORRETO

Fue allá por los primeros años del mil setecientos cuando llegó a Griegos un penitente que deseaba hacer vida de anacoreta retirado del mundo en el que había vivido y no muy correctamente. Dicen, que de joven se fue de gobernador a no se sabe qué sitio de las Américas, donde amasó una gran fortuna y se hizo dueño de muchas tierras obligando a los que allí vivían a trabajárselas como esclavos. Pero un día Dios le dio no se qué castigo y arrepentido de todo lo que por allí había hecho, repartió su hacienda entre las gentes que la trabajaba y se volvió a España para organizar su vida.

Llegó a Valencia y visitó a los Padres Franciscanos diciendo que quería hacer vida de penitencia por todo lo que había hecho, llevando vida de ermitaño en unas tierras alejadas del mundo. Como los Franciscanos le dijeron que en Teruel había lugares apartados donde realizar su deseo, se vino para Teruel. Se confesó con el padre Superior de ese convento y le entregó el dinero que le quedaba, a cambio de que le entregase un sayal y un cordón para vestirse. Una vez que se puso ese hábito de penitencia, le dijo el Padre Superior que él conocía un pueblo en lo más alto de la Sierra de Albarracin que se llamaba Griegos y que allí la gente era muy buena, tanto, que de mote eran conocidos por los habitantes de los pueblos de alrededor como «Los Capuchinos».
Por eso le aconsejaba que se fuera a Griegos porque allí estaría muy bien, pudiendo hacer la penitencia que deseaba.

Fue allá por los primeros años del mil setecientos cuando llegó a Griegos un penitente que deseaba hacer vida de anacoreta retirado del mundo en el que había vivido y no muy correctamente. Dicen, que de joven se fue de gobernador a no se sabe qué sitio de las Américas, donde amasó una gran fortuna y se hizo dueño de muchas tierras obligando a los que allí vivían a trabajárselas como esclavos. Pero un día Dios le dio no se qué castigo y arrepentido de todo lo que por allí había hecho, repartió su hacienda entre las gentes que la trabajaba y se volvió a España para organizar su vida.

Llegó a Valencia y visitó a los Padres Franciscanos diciendo que quería hacer vida de penitencia por todo lo que había hecho, llevando vida de ermitaño en unas tierras alejadas del mundo. Como los Franciscanos le dijeron que en Teruel había lugares apartados donde realizar su deseo, se vino para Teruel. Se confesó con el padre Superior de ese convento y le entregó el dinero que le quedaba, a cambio de que le entregase un sayal y un cordón para vestirse. Una vez que se puso ese hábito de penitencia, le dijo el Padre Superior que él conocía un pueblo en lo más alto de la Sierra de Albarracin que se llamaba Griegos y que allí la gente era muy buena, tanto, que de mote eran conocidos por los habitantes de los pueblos de alrededor como «Los Capuchinos».
Por eso le aconsejaba que se fuera a Griegos porque allí estaría muy bien, pudiendo hacer la penitencia que deseaba.

Así pues, un buen día se presentó en Griegos aquel extraño hombre y nada más llegar fue a contar sus deseos al señor cura, que le recomendó situarse en esa cueva donde nadie habría de molestarlo. Y el domingo en la misa, le contó a la gente quien era aquel hombre que solo quería hacer penitencia por sus pecados y que cuando alguno le sobrara algo, podría llevárselo a este penitente que no tenía otra casa más que el hábito con que se cubría.No le costó mucho a la gente acostumbrarse a aquel hombre que nunca salía de la cueva y se mantenía rezando o leyendo la Biblia; pero como nadie sabía su nombre le empezaron a llamar El Emporreto, ya que tan pobremente vestía. Las mujeres se preocupaban de que nada le faltase y le llevaban un saquillo de lentejas o unas patatas y, en verano, alguna lechuga o judías verdes criadas en los pequeños huertos familiares. El, como nada tenía para devolverles el favor, les llenaba el saquillo de arena para que fregaran sus trastos de cocina y les decía: «Hermanas, polvo somos y en polvo nos convertiremos»

No le sabía mal que le llamaran «El Tío Emporreto» pues decía que como él no era sacerdote, ni fraile, ni persona principal, sino solamente un pecador, cualquier nombre le venía bien. No se paraba a hablar con nadie, y si el domingo cuando iba a misa, se tropezaba con alguien, solo le decía bajando la cabeza: «Quede con Dios, hermano».
Y cuando le llevaban algo a la cueva, solo aquello de que polvo somos y en polvo nos convertiremos. Esas eran las únicas palabras que de él salían y por eso las gentes lo respetaban como a un santo.

Pero un día sintió que se moría, y escuchando las esquilas de un rebaño que por allí pasaba, empezó a gritar: «Hermano pastor, piedad» y el pastor entró a la cueva donde lo encontró tumbado, preguntó que le pasaba y él contestó que había llegado su última hora y que llamase al Mosén. El pastor salió corriendo y gritando a su paso: «el Tío Emporreto se muere» y al momento se organizó una procesión hacia la cueva, encabezados por el señor Cura que le llevaba el Viático y los Santos Oleos y cuando llegaron lo sacaron fuera de la cueva para que todos lo pudieran ver.
Una vez recibida la asistencia espiritual, él gritó: «Hermanos, que polvo somos y en polvo nos convertiremos» y torciendo la cabeza, se murió. Entonces apareció el carpintero con unas parihuelas para que lo llevaran a la Iglesia y hacerle el funeral, pero al dejarlo sobre ellas, pasó lo que nadie se podía esperar: dejaron el cuerpo sobre las parihuelas y al momento se quedó el hábito nada más, pues el cuerpo se había convertido en polvo que el viento se encargó de esparcir mientras que el ambiente se llenaba de un intenso olor a romero.

Fuente: https://lawebdegriegos.webcindario.com/
José Juan Herranz, 2009
(con palabras de Gregorio A. Gómez Domingo)